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“El viaje fue una pesada expedición en tren, en camión y en algunas partes por vía fluvial. Maurizia jamás había salido sola fuera de un radio de treinta cuadras alrededor de su casa, pero ni la grandeza del paisaje ni las incalculables distancias del paisaje pudieron atemorizarla. Por el camino perdió un par de maletas y su vestido de muselina quedó convertido en un trapo amarillo de polvo, pero llegó por fin al cruce del río donde debía esperarla Leonardo. Al bajarse del vehículo vio una piragua en la orilla y hacia allá corrió con los jirones del velo volando a su espalda y su largo cabello escapando en rizos del sombrero. Pero en vez de su ‘Mario’, encontró a un negro con casco de explorador y dos indios melancólicos con los remos en las manos. Era tarde para retroceder. Aceptó la explicación de que el doctor Gómez había tenido una emergencia y se subió al bote con el resto de su maltrecho equipaje, rezando para que aquellos hombres no fueran bandoleros o caníbales. No lo eran, por fortuna, y la llevaron sana y salva por el agua a través de un extenso territorio abrupto y salvaje, hasta el lugar donde la aguardaba su enamorado (...)
En aquellas soledades no había más mujeres que algunas sufridas compañeras de los trabajadores; los gringos y los capataces viajaban a la ciudad cada tres meses para visitar a sus familias. La llegada de la esposa del doctor Gómez, como la llamaron, trastornó la rutina por unos días, hasta que se acostumbraron a verla pasear con sus velos, su sombrilla y sus zapatos de baile, como un personaje escapado de otro cuento.
Maurizia Rugieri no permitió que la rudeza de esos hombres o el calor de cada día la vencieran, se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo logró. Convirtió a Leonardo Gómez en el héroe de su propio melodrama, adornándolo con virtudes utópicas y exaltando hasta la demencia la calidad de su amor, sin detenerse a medir la respuesta de su amante para saber si él la seguía al mismo paso en esa desbocada carrera pasional. Si Leonardo Gómez daba muestras de quedarse muy atrás, ella lo atribuía a su carácter tímido y su mala salud, empeorada por ese clima maldito. En verdad, tan frágil parecía él, que ella se curó definitivamente de todos sus antiguos malestares para dedicarse a cuidarlo. Lo acompañaba al primitivo hospital y aprendió los menesteres de enfermera para ayudarlo. Atender víctimas de malaria o curar horrendas heridas de accidentes en los pozos le parecía mejor que permanecer encerrada en su casa, sentada bajo un ventilador, leyendo por centésima vez las misma revistas añejas y novelas románticas. Entre jeringas y apósitos podía imaginarse a sí misma como una heroína de la guerra, una de esas valientes mujeres de las películas que veían a veces en el club del campamento. Se negó con una determinación suicida a percibir el deterioro de la realidad, empeñada en embellecer cada instante con palabras, ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo. Hablaba de Leonardo Gómez - a quien siguió llamando Mario – como de un santo dedicado al servicio de la humanidad, y se impuso la tarea de mostrarle al mundo que ambos eran los protagonistas de un amor excepcional, lo cual acabó por desalentar a cualquier empleado de la Compañía que pudiera haberse sentido inflamado por la única mujer blanca del lugar. A la barbarie del campamento, Maurizia la llamó ‘contacto con la naturaleza’ e ignoró los mosquitos, los bichos venenosos, las iguanas, el infierno del día, el sofoco de la noche y el hecho de que no podía aventurarse sola más allá del portón. Se refería a su soledad, su aburrimiento y su deseo natural de recorrer la ciudad, vestirse a la moda, visitar a sus amigas e ir al teatro, como una ligera ‘nostalgia’...”
(TOSCA, Isabel Allende, in ‘Cuentos de Eva Luna’)
Karla
às 17:11 ::
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